El cuerpo cambia desde que nacemos.
Hoy no tenemos el mismo cuerpo que hace diez años. Ni tampoco hoy es igual al que tendremos en el futuro.
Por tanto, ¿por qué dar tanta importancia a la apariencia física?
Es casi un delito no amar el propio cuerpo. Porque independientemente de su tamaño, sus formas, su peso… habitamos en él y cumple su función.
Permitirnos vivir.
Si pensáramos de verdad en ello, nos daríamos cuenta de que somos un milagro.
Simplemente el hecho de haber sido concebidos y haber nacido.
Pero además, las múltiples funciones que se realizan en nuestro cuerpo y que no valoramos lo suficiente.
Respirar, bombear la sangre, digerir, ver, hablar, sentir, caminar, pensar, dormir… ¡La lista es infinita! Y todo esto nos permite vivir en el más amplio sentido de la palabra.
Nuestro cuerpo es perfecto tal y como es.
Cada uno de nuestros órganos, cada una de nuestras células cumple su función.
El cuerpo es nuestro templo y así hemos de tratarlo, con respeto, con agradecimiento, con amor, como algo sagrado.
El vehículo con el que nos movemos por la vida.
¿Qué más se le puede pedir?
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