Practicar el desapego no es fácil, porque estamos acostumbradas a dar mucha importancia a lo que tenemos, sean bienes materiales como relaciones personales, o incluso al lugar donde vivimos. Sin embargo, a poco que reflexionemos, nos damos cuenta de que venimos al mundo sin nada más que nuestro cuerpo y nuestro ser, de igual forma que nos iremos al final de nuestra vida.
Y si bien es satisfactorio atesorar objetos, disfrutar relaciones o enraizarnos a un lugar, esto nos quita libertad. No se trata de no regocijarse con estas cosas, al contrario, la vida es disfrute y demasiado a menudo lo olvidamos, sino de no aferrarse a nada en exceso, del tal manera que si hemos de perderlo, no suframos por ello ni nos sintamos perdidas, fragmentadas, vacías.
El desapego es especialmente complicado cuando nos vemos sometidas a cambios externos que nos afectan, que nos quitan personas, cosas o costumbres que valoramos. Sin embargo, la vida es cambio y el anquilosamiento es simplemente antinatural. El cambio es incómodo, sobre todo si no es buscado (aunque incluso siéndolo), porque nos saca de nuestra zona de confort, nos hace replantearnos nuestra situación y a veces nos da de bruces con otra realidad y, aún más, con nosotras mismas.
Y es entonces cuando tan importante resulta el desapego, para no confundir la brújula que nos guía, para no identificarnos con nada ni con nadie, para seguir en equilibrio y sentirnos en nuestro centro y en nuestro poder, a pesar de que lo externo cambie.
El desapego es fundamental para disfrutar la vida en su esencia, para confiar en que lo que sucede es lo mejor, para abrirte a recibir lo nuevo que te espera. Lo contrario es moverte desde el miedo y la desconfianza.
El agua estancada se corrompe, ¿verdad? La vida estancada, también.
Desde hoy, elige ser libre.
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