Esa es tu situación cuando te instalas en la queja. Eres libre, claro, y puedes elegir quejarte e incluso hacerte la víctima, parece una posición cómoda, alimenta a tu ego, te quita la responsabilidad que tienes sobre tu propia vida. Pero realmente, ¿te sirve para algo?, ¿se solucionan tus problemas?, ¿consigues que los demás estén pendientes de ti?
Déjame decirte que el mundo no está en tu contra, que no tienes mala suerte, que tu vida es perfecta y maravillosa. Y que hacer de la queja un hábito te convierte en una persona tóxica… principalmente para ti misma. Si te resistes a aceptar la realidad y te limitas a protestar por lo que no te gusta, ¿crees que va a cambiar algo? Toma acción, eso sí, acepta las dificultades, saca partido a los inconvenientes, da la vuelta al mal tiempo, y sobre todo, aprovecha los buenos momentos, mira el lado bueno de las cosas, convierte tus quejas en retos, toma el poder sobre tu vida.
Sin duda, hay situaciones que bien merecen quejas y lamentos. La expresión de la rabia, de la impotencia, de la tristeza, – como de cualquier otra emoción-, es necesaria e incluso saludable en determinados momentos. La queja puntual puede actuar como catarsis, es una herramienta de desahogo y un escape de la presión. Sin embargo, la queja crónica mata el entusiasmo, debilita, te mete en un círculo vicioso difícil de romper, y merma por completo tu energía.
Deja de autodestruirte, abandona la pasividad de la queja, no manipules la realidad con esa dudosa satisfacción que te produce. Prueba a no quejarte por nada, empieza poco a poco, cámbiala cuando acuda a tu mente, mantenla a raya, y empieza a transformarla en un goce genuino por la vida.
¡Adelante!
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